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Muchos son los sitios por los que nos hemos prostituido, algunos privados, y otros que en principio se pretendían públicos. Allí íbamos con nuestro C.V., como nos habían enseñado: ‘Tienes que venderte bien, que no te suden las manos, que no te tiemble la voz, no te rasques la oreja. En definitiva, entiéndete como un producto. No es tan difícil ¡copón! A ver, un buen producto tiene un buen envoltorio ¿no? Pues échate colonia, si eres hombre aféitate, si eres mujer también (la mercancía sin pelos, mejor), ponte el traje de la boda de la tía Pepi, Ellos no sabrán que no lo usas habitualmente. Muestra interés por el puesto, hazles ver que siempre has querido vender lo que sea que vendan’.
¡Ah! Cuánto han tenido que estudiar los que esto nos recomiendan, cuántos exámenes, cuántas evaluaciones, cuántos títulos, cuántas certificaciones, cuántas autorizaciones, cuántos cursos, cuántos másteres con sus prácticas... Libros, libros y más libros llenos de técnicas, páginas, gráficos, índices, conceptos, argucias, en definitiva una gran montaña de basura extraordinariamente difícil de digerir. Les compadecemos por ello. Habrá que disculpar que, liados como andan con tanta estupidez, hayan obviado lo más básico: ¡habrá que ponerse un precio!
‘¡Mil chupar, dos mil follar!’, decía aquella hermosa mujer africana de piel azabache a través de la ventana del coche, en una de esas incursiones juveniles en la Casa de Campo, ahora cerrada al tráfico. Aún demasiado tiernos para entrar en el tenebroso juego de la compra-venta, algo aprendimos en la excursión: que al menos ella ponía precio a lo que hacía.
En nuestros CC.VV. no hablamos de dinero, lo buscamos, como ella, pero un poco por vergüenza, un poco porque no estamos acostumbrados a vendernos, un poco porque no queremos reconocer que algo de prostitución hay, no hablamos de dinero. Cuando, convendrás con nosotros, lo suyo (si hay que hacerlo, hagámoslo bien, como ella) es decir al final, ‘Yo me he vendido en todos estos sitios, y en todos ellos me han comprado, y por menos de tanto no pienso poner el culo’.
Pues no hijitos, esas que tanto subestimáis, esas madres que no nos quitamos de la boca cuando buscamos la ofensa, esas, nos llevan una ventaja de aupa. No dejan su precio en manos de un ‘Convenio’ sagrado que nadie conoce, ni al libre albedrío del cliente. Imagínate: ‘Bueno guapa, según me guste así te pago, vamos a probar unos meses y a ver qué tal.’ ¡Qué va! ¡Cómo van a fiarse de alguien que las trata como mercancía! ¡Cuánto tenemos que aprender de estas mujeres!
¡Ah! Cuánto han tenido que estudiar los que esto nos recomiendan, cuántos exámenes, cuántas evaluaciones, cuántos títulos, cuántas certificaciones, cuántas autorizaciones, cuántos cursos, cuántos másteres con sus prácticas... Libros, libros y más libros llenos de técnicas, páginas, gráficos, índices, conceptos, argucias, en definitiva una gran montaña de basura extraordinariamente difícil de digerir. Les compadecemos por ello. Habrá que disculpar que, liados como andan con tanta estupidez, hayan obviado lo más básico: ¡habrá que ponerse un precio!
‘¡Mil chupar, dos mil follar!’, decía aquella hermosa mujer africana de piel azabache a través de la ventana del coche, en una de esas incursiones juveniles en la Casa de Campo, ahora cerrada al tráfico. Aún demasiado tiernos para entrar en el tenebroso juego de la compra-venta, algo aprendimos en la excursión: que al menos ella ponía precio a lo que hacía.
En nuestros CC.VV. no hablamos de dinero, lo buscamos, como ella, pero un poco por vergüenza, un poco porque no estamos acostumbrados a vendernos, un poco porque no queremos reconocer que algo de prostitución hay, no hablamos de dinero. Cuando, convendrás con nosotros, lo suyo (si hay que hacerlo, hagámoslo bien, como ella) es decir al final, ‘Yo me he vendido en todos estos sitios, y en todos ellos me han comprado, y por menos de tanto no pienso poner el culo’.
Pues no hijitos, esas que tanto subestimáis, esas madres que no nos quitamos de la boca cuando buscamos la ofensa, esas, nos llevan una ventaja de aupa. No dejan su precio en manos de un ‘Convenio’ sagrado que nadie conoce, ni al libre albedrío del cliente. Imagínate: ‘Bueno guapa, según me guste así te pago, vamos a probar unos meses y a ver qué tal.’ ¡Qué va! ¡Cómo van a fiarse de alguien que las trata como mercancía! ¡Cuánto tenemos que aprender de estas mujeres!
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