["El abuelo" es el título del relato con el que uno de nuestros colaboradores ha obtenido el primer premio del quinto certamen de relato corto de Mejorada del Campo. Lo reproducimos a continuación]
–Hola, abuelo,
¿qué haces aquí fuera?
–Nada, Tomás, tomar el fresco y mirar el campo.
–Nada, Tomás, tomar el fresco y mirar el campo.
–Hace
buen día. ¿Me lo vas a contar ya?
–Sí. Está
bien, escucha:
“Recuerdo
que hacía un buen día, como hoy, y quedaba poco para que anocheciese. A lo
lejos mi padre y el vecino llevaban un rato hablando. No recuerdo bien, pero
tendría 7 u 8 años. Empezaba a aburrirme de esperar y mientras mi padre seguía
la conversación, me subí en el tractor del vecino. Era muy parecido al nuestro
sólo que muy nuevo, había oído que lo había comprado hace poco. Me gustaban los
tractores, mi padre era el primero que me montaba en el nuestro, lo poco o
mucho que supiese de tractores en aquel momento me lo había enseñado él.
Una vez arriba
me di cuenta de que los mandos eran algo distintos, pero una mente despierta
como la mía no se dejaba engañar: aquella palanca con el símbolo redondo y las rayitas
tenía que ser la de las luces. Efectivamente, fue apretarla y en ese campo –ya
en penumbra– se hizo la luz por un instante.
Mi padre y el vecino miraron hacia el tractor. No quería que pensasen
que había tocado la palanca por accidente, sabía muy bien lo que hacía, sabía
que aquella palanca –aunque no era igual que la de nuestro tractor– era la de
las luces, y mi padre tenía que saberlo: aquel niño del que sólo se contaban
travesuras en el pueblo era el más listo de todos. Empecé a darle a la palanca
intermitentemente, ¡los dos enormes focos se encendían y se apagaban a mis
órdenes!
Desde el
tractor veía cómo se iluminaban sus caras, el vecino hablaba a mi padre y mi
padre me miraba fijamente. No le habría dado ni tres veces a las luces cuando
vi que mi padre venía hacia mí con aire decidido. No era la primera vez que le veía caminar
así, con esa seguridad, desafiante, estaba claro que no veía las cosas desde mi
mismo punto de vista. Entonces un escalofrío me recorrió la espalda y me
atenazó el cuello. Sólo pude soltar la palanca, la luz se apagó y quedé
paralizado por completo. El tiempo que empleó en recorrer la distancia que nos
separaba no pudo ser más de unos segundos, pero se me hizo eterno. En otras
ocasiones, sabiendo que había hecho algo mal, buscaba alguna escusa rápida,
intentaba justificarme –suplicando– antes de que llegase el castigo o me
protegía con los brazos, pero esta vez presentía que sería peor. No le dije
nada, no hice nada, el miedo me agarrotaba el cuerpo y la mente.
No me
equivoqué, me sacó violentamente del tractor y comenzó el calvario. La paliza
fue tal, tantos los golpes, que aquel cuerpecito, como descompuesto, dejo
escapar todo tipo de fluidos.
Para
cuando conseguí escapar la noche ya había caído, no lloraba pero no dejaba de
temblar. Encontré un par de sacos de esparto y me escondí junto al río. Uno encima
de otro hicieron las veces de colchón, no pensaba volver a casa. Tenía los ojos
muy abiertos. No hacía frío pero tiritaba. Sólo el murmullo constante del agua
me calmaba un poco, como cuando estás en la cama y se escucha llover. De alguna
manera me sentía seguro junto al río.
No sé
cuánto tiempo pasó hasta que apareció mi madre, la porquería se había secado en
los muslos y yo seguía con los ojos abiertos. Era de madrugada, al parecer
había aprovechado que mi padre estaba dormido. Me limpió, me secó y me puso
ropa nueva.”
–Vaya.
–Mi
padre murió joven. Yo apenas tenía 13 años cuando pasó y no tuve la oportunidad
de hablar con él de hombre a hombre. Siempre he querido preguntarle por qué,
por qué lo hizo, qué fue lo que le dijo el vecino…
–Abuelo… –a Tomás le hubiese gustado
decir algo como “No te atormentes con preguntas que no tienen respuesta”, pero
¿cómo iba él a aconsejar a quien le había enseñado tanto? No se sentía capaz de
dar lecciones, así que le abrazó con fuerza y besó su mejilla.